Juan Carlos Morales Mejía
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El pájaro de Perugia
Antonioni da Luca guardaba una imagen: el vuelo rasante de un gorrión entre sus manos de niño. Ahora, a los cincuenta años era un hombre que conservaba en sus ojos miles de horizontes, atiborrados de bandadas en pos de un sol tenue.
El embrujo del vuelo de las aves era motivo suficiente para prolongar su vida. Tras estudiar los planos aéreos de Leonardo da Vinci se convenció de que algún día los seres humanos podrían volar. Nadie le creyó.
Antonioni, huyó de Perugia cuando los parroquianos lo descubrieron batiendo sus brazos en el campanario. Tenía atadas veintitrés palomas a su cuerpo y una mirada de ángel del infortunio en sus ojos de almendras.
Desde ese día tuvo cuidado de sus experimentos. Por eso, en el invierno de 1558 se escabulló de Glasgow a las costas escocesas para mirar si aún quedaban aves que no pudieran migrar. En medio de su soledad no halló vestigios de plumas de cigüeñas entre la hierba mojada. De regreso, en medio de la niebla, recordó la leyenda de Icaro que construyó sus alas y fijó las plumas con cera para escapar. El sol lamió esas comisuras cuando Icaro revoloteó en su torno.
No lo resistió más. Se procuró otro sendero y llegó hasta un acantilado. A lo lejos, el rumor del mar ascendía hasta su pecho. Abrió los brazos y rezó una oración impalpable. La bruma golpeó su cara. Tomó impulso y se lanzó al vacío. En el vértigo de la caída comprendió que los dioses no habían olvidado a su aéreo hijo: en el dedo meñique, de su mano izquierda, comenzó a crecerle una pluma...
El pájaro de Perugia
Antonioni da Luca guardaba una imagen: el vuelo rasante de un gorrión entre sus manos de niño. Ahora, a los cincuenta años era un hombre que conservaba en sus ojos miles de horizontes, atiborrados de bandadas en pos de un sol tenue.
El embrujo del vuelo de las aves era motivo suficiente para prolongar su vida. Tras estudiar los planos aéreos de Leonardo da Vinci se convenció de que algún día los seres humanos podrían volar. Nadie le creyó.
Antonioni, huyó de Perugia cuando los parroquianos lo descubrieron batiendo sus brazos en el campanario. Tenía atadas veintitrés palomas a su cuerpo y una mirada de ángel del infortunio en sus ojos de almendras.
Desde ese día tuvo cuidado de sus experimentos. Por eso, en el invierno de 1558 se escabulló de Glasgow a las costas escocesas para mirar si aún quedaban aves que no pudieran migrar. En medio de su soledad no halló vestigios de plumas de cigüeñas entre la hierba mojada. De regreso, en medio de la niebla, recordó la leyenda de Icaro que construyó sus alas y fijó las plumas con cera para escapar. El sol lamió esas comisuras cuando Icaro revoloteó en su torno.
No lo resistió más. Se procuró otro sendero y llegó hasta un acantilado. A lo lejos, el rumor del mar ascendía hasta su pecho. Abrió los brazos y rezó una oración impalpable. La bruma golpeó su cara. Tomó impulso y se lanzó al vacío. En el vértigo de la caída comprendió que los dioses no habían olvidado a su aéreo hijo: en el dedo meñique, de su mano izquierda, comenzó a crecerle una pluma...
El Laberinto
El último latido parece quedarse en el las paredes ásperas del laberinto. Un nuevo esfuerzo, pero el cansancio no parece ganar la partida. A lo lejos, se escucha un mar que es improbable que exista. Desde hace varios días no ha dejado de correr con los ojos asustados y con la certeza de lo que le espera. Tiene sudor en su frente, pero no intenta limpiarse el torso afilado.
El último recoveco aparece. Se detiene. Lo mira con un temor ancestral. Cómo te llamas, le dice al que permanece sentado, con los ojos triunfantes.
Soy Teseo, dice su verdugo.
El hombre del faro
Afuera, las olas golpeaban el mínimo arrecife. Arriba, en el faro, Samuel Lewishan encendió la ración de carbón de hulla. Mientras las brasas se encendían hizo memoria. Había permanecido cuatro meses en la parte más septentrional de Noruega y faltaba mucho tiempo para que el barco de las provisiones enviara una embarcación hasta el islote.
Recordó a antiguas mujeres. Las piernas gráciles bajo las sábanas almidonadas. La fragancia del pubis de aquella que después habría de herirle. Los pies mínimos acomodándose después del amor, de esa muchacha de pelambre desbocado. Evocó cinturas que se evaporaban en las noches de invierno. Ciertos ojos que quiso olvidar: los amores antiguos como una condena. Afuera el mar estaba picado y se anunciaba una tormenta. Pensó si esa sensación de abandono sería suficiente para detener a un mundo que seguía moviéndose.
Escuchó un sonido. Lo percibió tan diferente a lo habituado que se elevaba por arriba del bramido de las aguas. Tuvo precaución de encender la lámpara. Abrió la puerta y una ráfaga se instaló en su rostro. Tomó con más firmeza su linterna. Allí estaba entre las rocas: con una mirada de angustia, mientras se acomodaba sus extremidades de pez, la sirena lo miró a los ojos.
Troya, 22h37
El caballo de madera comenzó a relinchar.
La ciudad voluptuosa
La primera luz que cayó sobre la ciudad pareció dejar un orificio en las edificaciones más altas. Después, un segundo destello iluminó las montañas desde su improvisado observatorio. La imagen le cautivó. Unos seres de aire llegaron del cielo y, con sus manos, liberaron una energía que destruía los muros. Retrocedían para tomar nuevas posiciones y el fuego que producían incineraban las calles. Hacían giros, como pájaros de muerte. Eran fracciones de tiempo, como si las distintas escenas sucedieran a la vez.
La mujer olió el azufre antes de que cayera en la ciudad. Después, casi sin inmutarse, contempló el fuego que llegaba, más allá de las nubes. Las llanuras no estaban a salvo y parecía un inmenso horno, donde aún no había tiempo para el fuego. Nuevamente los seres alados revolotearon inmunes sobre las próximas cenizas.
Su primer objetivo fue el inmenso bazar, que tenía mercaderías deslumbrantes, para esta urbe acostumbrada a vestir a las vanidades y a la lujuria. La mujer que miraba desde arriba, sabía que no había ningún hombre digno merecedor a ser salvado. No pensó en la sensualidad de esa ciudad que se desmoronaba. No escuchó gritos de piedad mientras las formas de plumas devastaban Sodoma.
Sin embargo, cuando quiso tornar sus ojos para encontrar a la caravana que huía, sintió rigidez, como si la dantesca escena que acaba de presenciar no pudiera contenerse en sus pupilas. Casi inmediatamente, un olor a mineral denso comenzó a instalarse en su cuerpo.
Las máquinas de Silverio
A Silverio de Alessandría las máquinas medievales lo tenían como demente. Un día se acercó a un castillo y descubrió una vieja catapulta. El artilugio lo sorprendió: en la parte cóncava encontró una piedra, untada de barro. Al tratar de limpiarla la dejó caer pesadamente: era la cabeza de una mujer a punto de ser disparada.
La doncella de Jacob
El joven respiró hondo. Afuera, la sinagoga era sólo un punto muerto. Desde la ventana miró a su vecina, la doncella Sara. Antes de acostarse leyó una parte del Cantar de los Cantares: “¡Qué bella eres, amada mía/qué bella eres!/Tus ojos son como palomas/detrás de tus velos.” Jacob tragó saliva y prosiguió: “Tus cabellos, como un rebaño de cabras/que ondulan por las pendientes de Galaad.”
Esa noche la soñó con sus pechos encantadores como los pasadizos de Jerusalén. Al amanecer unos ruidos lo despertaron. Era el rabino, padre de Sara, que la buscaba a gritos por las calles estrechas de Toledo. Jacob sólo pudo comentarlo ya viejo: Sara se había quedado en su sueño. Sin embargo, en el postrer momento no confesó que él nunca se atrevió a ir hasta Galaad.
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